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Don Quijote

Autor/a: Maribel Pérez-Alfaro. Docente.
Guardado en Vivencias personales 20/abr/05 18:22

Tomad, señora, esa mano, o por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo...  (pág. 480) DON QUIJOTE DE LA MANCHA, Edición, introducción y notas de Martín de Riquer, Editorial PLANETA, colección  HispánicosPlaneta, Barcelona, 1975.
 

La tuberculosis había entrado en mí como la guerra. Allí estaba, a mis 15 años recién cumplidos, separada de repente del mundo y de las cosas. De todo lo que había sido mi vida: mis estudios, el instituto, las amigas, los chicos, los paseos en bicicleta, los patines. Sumida en aquel tumulto de angustia y desconcierto. ¿Cómo era posible que llamaran a aquello “hacer reposo”? Mi pecho era un clamor. Sentía derrumbarse sobre mí el techo de la habitación hecho cascotes.

Mi madre había ido a esconder sus lágrimas en uno de los dormitorios. Me llegaban débilmente los ruidos confusos de los papeles de mi padre en su despacho, pero no sonaba el repiqueteo habitual de su máquina de escribir.

Creo que transcurrieron así varias horas, no puedo precisar. Lo que sí recuerdo con toda precisión es que a las ocho, la hora en que yo solía vestirme para salir los sábados por la tarde como aquel, mi padre apareció en la puerta de la habitación, las gafas sobre la frente y una sonrisa tímida en los labios. Me enseñaba un librito muy pequeño, gastado, encuadernado en  piel color ámbar. Un libro que no me resultaba desconocido pero que yo no había hojeado nunca. Me pidió permiso para sentarse en la cama, a mi lado. Y así, apoyada mi cabeza en su pecho, sus brazos delicadamente a mis costados, abrió ante mis ojos el librito mientras me explicaba con voz serena y en pocas palabras las bellezas que contenía. Era un ejemplar de EL QUIJOTE, una miniatura con ilustraciones de Gustavo Doré. Juntos fuimos recordando los pasajes que se correspondían con las ilustraciones. Estoy siendo pretenciosa: yo era una buena estudiante, pero mi padre era un estupendo lector con una memoria envidiable y podía repetir literalmente nombres, párrafos, argumentos precisos de las aventuras. Además, Don Quijote de la Mancha era su pasión y me resultaba muy fácil compartirla.

Reímos, sonreímos, sentimos juntos una pensativa tristeza pensando en aquel arrebatado, generoso, valiente caballero andante que sabía muy bien de la ruda mezquindad del mundo que pisaba, pero que no cejó un instante en su aguerrida voluntad de modificarlo embelleciéndolo hasta lo imposible:


Soberana y alta señora:

El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea de Toboso... [....] si gustares de socorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi vida...

 

Este lirismo desbocado nos parecía tan convincente, tan hondo, como la parrafada anterior a su amigo-escudero Sancho:
 

... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras; que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere...

 

Los ojos azules de mi padre se iluminaban y sonreían maliciosamente al repetirme este último párrafo.

Y así, ya en otras ediciones más cómodas de leer, hicimos una costumbre de compartir, entre otros muchos libros que leí en una envidiable tranquilidad en aquella época, una gozosa complicidad en la salpicada, totalmente desordenada lectura de este libro inagotable. Y ahí sigo...

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Cartel conmemorativo IV Centenario. Autor: Manuel Martínez





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